Juan María Solare (Bremen, Alemania) ha enviado este artículo para Escacultura que reproducimos muy gustosamente a continuación:
Que
si el ajedrez es un arte
por Juan María Solare
Si el ajedrez es un arte es porque puede
transmitir a los espectadores -y a sus protagonistas- cierta energía vital que a su vez puede
plasmarse en sus acciones cotidianas. Decir energía
implica afirmar que concibo literalmente la belleza como una forma de energía.
Una energía sutil o arrolladora, dinámica o potencial, según los casos.
Complementariamente: tal belleza no existe en las cosas, sino en el observador.
La belleza no es, sino que se percibe.
La belleza asume muchas formas; una de ellas
es la que proviene de la profundidad de lo sencillo, de la impresión de
perfección. En este sentido puede decirse que -por ejemplo- el binomio de
Newton o la demostración de la irracionalidad de raíz cuadrada de 2 son
'bellos'. Comprender estas nociones matemáticas (particularmente por primera
vez) nos produce un sano asombro, y cuando hay estremecimiento hay belleza. Del
mismo modo, reproducir ciertas partidas de ajedrez de los grandes maestros (o
incluso de los no tan grandes pero que han creado partidas de innegable
calidad), nos puede producir tal estremecimiento. Un estremecimiento que
requiere, eso sí, conocer las reglas del ajedrez - y no me refiero aquí a
meramente saber mover las piezas. Cuanto más conozcamos de estrategia, más
comprenderemos y disfrutaremos los planes de los maestros, las alternativas que
fueron dejadas de lado, lo implícito. Y cuanto más conozcamos las reglas, mejor
apreciaremos las excepciones. Esto es claro en el ajedrez, pero también es
válido para la música: realmente 'comprender'
a fondo la música de Bach no es algo para cualquier mortal. La mayor parte de
nosotros intuirá que 'aquí hay algo importante, pero no sé identificar qué es'.
Exactamente la misma reacción tendrá un entusiasta del ajedrez al presenciar un
duelo entre grandes maestros. No 'comprenderá' todo, pero intuirá cierta
belleza. Es suficiente.
La belleza ajedrecística tiene muchas
formas, muchos estilos, como también la belleza musical o la pictórica o la
cinematográfica. Está la belleza basada en la pirotecnia combinativa (¿por qué
no?, y pienso inevitablemente en Tal), la basada en maniobras estratégicas a
largo plazo (típicamente Petrosián o Kárpov), incluso algunos momentos donde
aflora cierto humor (acaso Nimzowitsch). Hay otra belleza producida al seguir
las consideraciones psicológicas en la conducción de la partida (pienso en
mucho Lasker, algún Bronstein), incluso las trampas y las 'picardías', a veces
la elección de jugadas 'objetivamente' defectuosas pero que atolondran al
rival, el permitirle una posición ligeramente ventajosa para que se confíe y
baje la guardia. Otro tipo de belleza se basa en observar la lucha en estado
casi puro, al ser humano que intenta autoafirmarse contra viento y marea (hay
buenos ejemplos en Korchnói).
Estos tipos de belleza, además, son
transferibles con bastante facilidad a otras artes, porque la impresión
estética -el hecho de percibir belleza, es decir, energía- no depende del
medio, del canal de comunicación.
En estas comparaciones es fácil ser
demasiado subjetivo. Pero si hay que hablar de pirotecnia en la música (el arte
que menos desconozco), pienso inmediatamente en Franz Liszt: a un virtuosismo técnico
innegable se le agregaba cierto amor al exhibicionismo. Es interesante destacar
que Mark Taimánov (también pianista, como es bien sabido) comparó a Mijaíl Tal
con Nicolò Paganini (durante una entrevista con Lev Khariton publicada en febrero
de 2003), por "el mismo auto-abandono y fatalismo"; y lo sintomático
es que Liszt quiso hacer con el piano lo que Paganini había logrado con el
violín (Taimánov compara a Liszt con Fischer por su "monumentalidad",
lo cual señala que en estos asuntos no deben superar la condición de alegoría:
no es una asociación 'uno a uno'). Si prefiero comparar a Tal con Liszt es
porque en ambos hay una enorme dosis de profundidad (una cuidada estrategia a
largo plazo) oculta tras la mencionada pirotecnia, y que apuntala el
espectáculo que se observa en la superficie.
Ya Sergei Prokófiev (otro ilustre músico y
ajedrecista) había comparado a Mozart con Capablanca: la similitud tiene como
común denominador la simplicidad: en
ambos creadores uno tiene la sensación de que esa partida -esa sinfonía- ha existido
desde siempre y que no podía haber sido de otra manera. Mozart y Capablanca no
creaban obras, sino arquetipos. Ante ambos (o mejor dicho
ante sus mejores creaciones) me pregunto siempre '¿cómo es posible navegar en
un lenguaje musical tan trillado -cómo es posible hacer jugadas tan normales y
naturales- y sin embargo ser tan original y tan profundo? ¿Cómo es que lo
simple, en sus manos, no resulta anodino?'
Un caso peculiar es el de Korchnói: ¿con
quién lo compararíamos? Este caso me resulta especialmente importante para
sustentar mi osada afirmación inicial que la
belleza es una forma de energía. Aquí no se puede ser objetivo, pero si
Korchnói representa la lucha contra la adversidad (dentro y fuera del tablero),
sus equivalentes musicales, en mi Olimpo personal, son Astor Piazzolla y Freddie
Mercury, porque no claudicaron. Cierto que aquí pesan mucho los factores
biográficos. Pero también es cierto que, en ocasiones, escuchar su música es
una de las pocas cosas que me alejan del suicidio.
Y como ejemplo final, recordemos aquel
famoso estudio de Réti con un peón y rey por bando (publicado en el Ostrauer Morgenzeitung, 4 de diciembre de 1921), donde las blancas llegan 'milagrosamente' al empate moviendo su rey
en diagonal y manteniendo así dos planes posibles todo el tiempo (frenar al
peón rival y apoyar el avance de su propio peón). Este estudio, por la 'inigualable desigualdad' entre escaso
material y pluralidad de ideas, me recuerda automáticamente a la música de
Anton Webern, donde pocas y bien elegidas notas suscitan una cantidad
inesperada de asociaciones e interrelaciones. Es como descubrir la vida oculta
del desierto, allí donde uno no esperaría más que rocas y arena.
Juan
María Solare
Bremen, 16 y 29 de junio 2012